Educación, ética y democracia
Ernesto Rodríguez Moncada
Para que pueda ser
he de ser otro, Buscarme entre los otros, salir de mí. los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia.
Octavio Paz.
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Las reflexiones en torno a la relación que se establece durante el proceso enseñanza-aprendizaje, entre profesor y alumno, generalmente parten de la consideración de roles previamente establecidos y tácitamente aceptados, que no concientemente, de donde derivan toda una serie de normas sobre su quehacer cotidiano; ser puntual, evitar faltar a clases, pasar lista, “enseñar” a sus alumnos, evaluar su aprendizaje, llenar actas y entregarlas a tiempo. De parte del alumno, estudiar, cumplir con las tareas y ejercicios, asistir a por lo menos el 80% de las clases, llegar temprano, poner atención, etc. Cumpliendo todo ello el o los objetivos de han logrado. ¿Se han logrado?. ¿Qué se ha logrado realmente? ¿Cumplir un programa?.
Profesor y alumno, así ubicados en el espacio escolar, se diluyen como personas para asumirse como tales: profesor y alumno. Qué hay de su existencia como individuos que habitan un espacio social específico, con intereses, aspiraciones (que sobrepasan la pura aspiración de ser un profesionista), deseos, anhelos, frustraciones, engaños y desengaños. La escuela se ha convertido en una institución que vive ajena al acontecer cotidiano de los individuos que en ella confluyen; entre la vida al interior de la escuela y la vida fuera de ella se abre una brecha amplia y profunda. Y no me refiero a la tan mencionada brecha entre los requerimientos del aparato productivo y las capacidades que los alumnos adquieren durante su vida escolar, sino a que la vida social se mueve a una velocidad que la institución escolar no alcanza a veces ni a visualizar porque ha forjado estructuras que no permiten verlo; la escuela vive, al parecer, otro tiempo, otras necesidades y otras aspiraciones. En lugar de comprender la problemática social y lo que en ella acontece, nos alarma ver lo que sucede, sin intentar comprenderlo, pero sobre todo sin lograr ubicar el papel que la escuela requiere desempeñar en la actualidad.
Conviene precisar: entiendo por espacio escolar el acontecer cotidiano que se presenta en la institución escuela con su normatividad; sus horarios, sus criterios de evaluación, sus requisitos de acreditación, mismos que permean las actividades que en ella acontecen, estableciendo con ello una lógica propia.
Por otra parte, el espacio social lo entiendo como el lugar del acontecer diario del individuo fuera del recinto escolar; familia, actividades deportivas, recreativas y culturales, etc. Y no se trata, evidentemente, de pensar en dos mundos diferentes, sino de dos esferas de la vida del individuo que se mueven bajo una distinta racionalidad: la primera asentada en una tradición contradictoria, mientras la segunda se agita en el vértigo aventurero de la modernidad tecnocrática.
Algunos pretenden llenar el vació generado permitiendo que los alumnos realicen prácticas en empresas, otros, llevando a las instituciones educativas a empresarios prominentes o políticos renombrados, para no estar ajenos al acontecer nacional pero, una vez cubierto el requisito, la escuela se enclaustra en sus verdades y continúa moviéndose en su propia lógica. El mundo se debate en luchas de poder, de valores e intereses, de propuestas políticas y económicas mientras la escuela sigue exigiéndoles a sus alumnos que no falten a clases, que hagan la tarea, que estudien los libros (depósitos de verdades) y todo ello sin relación con lo que los alumnos vivencian antes y después de ingresar al recinto escolar. Utilizo el concepto vivencian en el sentido más pleno, es decir como conjunto de experiencias que posibilitan la conformación de una visión del mundo, visión que generalmente es negada por el profesorado y en ocasiones por la institución escolar, y que es construida por el individuo desde los referentes previamente formados.
Mundos divididos, el social y el escolar, se enfrentan como contrarios, de tal manera que, como señala Alain Touraine “Algunos de los representantes de los enseñantes, tal vez porque su profesión retrocede en una sociedad cuyo nivel de educación se eleva, se defienden contra ese movimiento a favor de la educación y de los derechos de los niños, contra la presión de sus propios alumnos, y quieren seguir siendo o volver a convertirse en clérigos, en mediadores entre los niños y la razón, encargados de arrancar a los primeros a la influencia opresora de su familia, de su medio social, de su cultura local para hacerlos entrar en el mundo abierto de las ideas matemáticas y de las grandes obras culturales. Paso cuyo noble lenguaje no puede ocultar su debilidad, porque impone a la escuela una función cada vez más represiva y un papel de reforzamiento de las desigualdades, puesto que aquí se trata de separar lo universal de lo particular, como la buena semilla de la cizaña”(1). Pero ¿cómo visualizar esa relación? ¿cómo posibilitar en el espacio escolar la recuperación del espacio social?.
Creo necesario partir de una reflexión sobre el proceso enseñanza-aprendizaje, y la forma en que generalmente se vivencian las relaciones entre docentes y alumnos al interior del mismo, como espacio de encuentro entre sujetos, entre individuos que asumen su participación en un espacio específico de actuación, para transformarlo, en aras de la conformación (vale decir construcción) de un mundo humanizado, en donde el contenido, el saber y el conocimiento adquieran el carácter de medios para la comprensión del mundo. En este sentido, el profesor requiere ver en el alumno a un Otro como sujeto para poder afirmar su propio ser sujeto. De la misma manera el alumno requiere reconocer en el profesor a un Otro sujeto, para poder afirmarse a si mismo como tal: “Para salir de la conciencia y de sus trampas, es preciso que el sujeto se afirme reconociendo al otro como sujeto”, pero entonces es necesario señalar que “El sujeto es la voluntad de un individuo de actuar y ser reconocido como actor”(2), de ahí que entre profesor y alumno tenga que generarse tal reconocimiento, pues de lo contrario ¿cómo suponer la asunción del compromiso que el proceso educativo implica?.
En este sentido es importante hoy en día, en tanto el desarrollo tecnológico acelerado y la vida urbana moderna posibilitan el aislamiento de los individuos, reconocer que toda actividad humana se da siempre y necesariamente entre humanos, y que el verdadero conocimiento y la comprensión del mundo sólo puede lograrse realmente en el intercambio íntersubjetivo. Como bien apunta Savater: “Nuestro maestro no es el mundo, las cosas, los sucesos naturales, ni siquiera ese conjunto de técnicas y rituales que llamamos “cultura” sino la vinculación íntersubjetiva con otras conciencias”(3). De ahí que tengamos que romper la idea “clásica” de la enseñanza como lugar de adquisición de conocimientos entre alguien que sabe (el profesor) y quien ignora (el alumno) en el entendido de que no hay ignorantes absolutos, para concebir el proceso enseñanza-aprendizaje como lugar de encuentro entre sujetos con características propias, y que se manifiestan en deseos, valores, etc. Es claro que el alumno asiste a la escuela para aprender aquello que ignora, pero lo hace desde referentes culturales específicos, con un lenguaje determinado, luego entonces se trata de permitir el diálogo entre subjetividades.
Por otra parte, al hablar de proceso enseñanza-aprendizaje, no lo circunscribo al espacio del aula, sino al espacio escolar, lo que implica tomar en consideración las distintas áreas e instalaciones que le conforman y que posibilitan una visión más amplia del aprender; patios, biblioteca, laboratorios, cafeterías y jardines son espacios de encuentro permanente entre individuos, en ellos se dialoga, pero la visión tradicional nos hace desconocerlos como espacios de aprendizaje. Si, retomando la idea mencionada líneas arriba, de “mirarnos” como sujetos, reconocemos todos los espacios señalados, y quizás otros más, nos daremos cuenta que los distintos acontecimientos que tienen lugar en la escuela, forman al alumno. Yendo más lejos afirmaría que necesitamos encontrar vías de trabajo concreto, y no solamente de relaciones, con el mundo de vida de alumnos y profesores, para poder potenciar el aprendizaje de ambos.
Pero, ¿qué tiene que ver ello con el reconocimiento de la otredad? Que el reconocimiento del otro no se da en abstracto, sino en circunstancias concretas de actuación social, en espacios específicos en donde los individuos se hayan insertos, y en donde a partir de su asunción como sujetos pueden permitirse la trasformación de las relaciones que en dichos espacios imperan: porque el alumno y el profesor son mujeres y hombres, jóvenes y adultos, personas concretas que viven las distintas problemáticas de la sociedad desde su situación específica en un espacio determinado. Pero además, y hacia allá quiero orientar la reflexión, porque cuando hablamos de profesor y alumno, con esa “neutralidad” terminológica asexuada, conformamos una división que distingue y clasifica a dos grandes grupos humanos, generado con ello distinciones que tienden a negar el ser humano del otro, es decir; se ubica a cada uno como alumno o profesor, con todo lo que ello implica, en el cumplimiento de roles determinados de antemano, para el cumplimiento de una función determinada, de la cual no puede salirse.
Las características y cualidades personales de cada uno de los sujetos se diluyen para dar paso al cumplimiento del rol establecido: profesor y alumno, estandarizados; el gusto por la lectura, la capacidad de memorizar, el interés por la naturaleza o la investigación, etc. son consideradas como iguales para todos.
De la misma manera no se plantean las diferencias de género ni culturales y en nombre de la universalidad se niega el ser individual, y cono ello la posibilidad de llegar a constituirse en sujetos. En este sentido conviene aclarar que el otro viene a ser, por tanto, el individuo reconocido como sujeto por mi Yo, y por tanto le debo de reconocer la posibilidad de convertirse en actor; las características personales coadyuvan en ese reconocimiento.
No se trata de reformular el rol del docente al interior del aula, sino de reconsiderar los papeles asumidos desde una nueva perspectiva. En efecto, pensarse como sujeto, y pensar al otro, alumno, como sujeto, va más allá de la critica a las formas en que se desempeña la función docentes pues no basta con pensar al profesor en un rol menos autoritario o directivo, sino el reconocer que durante el proceso enseñanza-aprendizaje entran en juego valoraciones y concepciones del mundo que requieren ser cuestionadas permitiéndose una reflexión más profunda sobre el conocimiento, el saber, y los contenidos y objetivos que se persiguen.
El maestro Martín López crítica las posturas que se han adoptado: dictador, dinamiquero funcional, consejero personal, el cuate informal, y propone asumir la postura de facilitador grupal humanista(4). Yo añadiría que, en efecto, se trata de cuestionar tales posturas pero que, si planteamos transformar la educación de manera esencial, el pensar en asumirse como facilitador grupal humanista, con todo lo que ello implica, sólo puede ser comprendido a cabalidad trastocando todo el proceso enseñanza-aprendizaje, lo cual implica considerarlo de manera amplia, como aquí lo vengo señalando; reconocer que aún dentro de esta postura entran en juego relaciones de poder y que por tanto su reconocimiento requiere reconocer la lucha que se gesta entre sujetos, ya que “El poder no es lo inhumano, todo lo contrario: es lo único estricta y verdaderamente humano”(5).
De lo anteriormente mencionado se desprende la necesidad de discutir más ampliamente el proceso enseñanza-aprendizaje como proceso educativo institucional y su relación con la problemática social contemporánea, misma que nos exige, en aras de una sociedad emergente con múltiples problemas económicos (polarización de la riqueza y marginación), políticos (violación de derechos, debilitamiento de la democracia, conflictos interétnicos), ecológicos (devastación, contaminación), sociales (vivienda, servicios médicos) y culturales (bajo nivel educativo, respeto a la diversidad, cambio de valores), un papel activo (vale decir cómo actores) y no solamente como espectadores. De ahí que me adentre primeramente en el análisis de la educación.
La educación actual: retos y perspectivas para caminar juntos.
Vivimos una época de transición. Esta aseveración tan evidente al parecer, no es del todo reconocida en la complejidad que encierra, pues su aceptación cabal supone la adopción de una postura moderna de manera consciente. La modernidad es cambio, reto, aventura, pero al mismo tiempo genera una sensación de vacío, toda vez que los asideros tradicionales desaparecen, a tal grado que, para muchos, vivimos una época de pérdida de valores. Así, el desencanto posmoderno irrumpe en el escenario social generando la sensación de pérdida de sentido, de angustia, de desesperanza.
Ante ello, se presume, la escuela debe de posibilitar el reencuentro de sentido que la vida requiere para desear participar en ella, sin embargo, en ocasiones es tal el afán de mostrar al alumno la realidad, con la idea de hacerle consciente de la misma, que se genera aquello que Eduardo Galeano denomina “la facultad de las impunidades”(6). En lugar de “concienciar”, como pretendemos, aumentamos la sensación de impotencia, generando la apatía. Caemos nuevamente en la postura de poseedores de la verdad a transmitir, para lo cual esperamos del alumno un papel pasivo, o como receptor “activo”, negando de continuo su concepción del mundo, o bien enfrentándola, sin reconocer que como sujetos actuantes requerimos entablar un diálogo en la comprensión del mundo; negamos, en última instancia, que la constitución del mundo requiere de la acción de los sujetos, y que la base para ello, en un mundo que se aspira democrático, es el diálogo en el sentido más amplio del término.
La educación actual tiene delante de sí, retos que son insoslayables, en tanto la formación de las nuevas generaciones requiere considerar las condiciones de existencia a las cuales nos enfrentamos, hoy por hoy, todos los seres humanos; es necesario romper el mito de la educación del mañana, pues los requerimientos son actuales, partiendo de la consideración de que al pensar de esa manera profundizamos la separación entre la escuela y la vida.
Es claro que se debe de educar en la comprensión de los cambios, y en ese sentido la educación debe proveer de un pensamiento “adaptativo”, en el sentido que Piaget y los constructivistas le dan al término, como posibilidad de reconocimiento de las nuevas condiciones para enfrentar el mundo. “Apostar por la educación es apostar por la auténtica y más sólida trasformación social. Apostar por la educación es apostar por el desarrollo del hombre, por el auténtico desarrollo de la humanidad”(7). Si creemos sinceramente que vivimos una época de transición, debemos aceptar que una educación para la transición debe ser una educación de la esperanza, pero no para después, sino para hoy. Si la sociedad está cambiando, ¿por qué la educación no puede cambiar?. Pero dicho cambio exige la conformación de un proyecto específico por el cual luchar y el cual construir si es que deseamos una sociedad cada vez más humana.
Una educación capaz de enfrentar los retos del mundo contemporáneo, requiere asumir el propio reto de transformar sus estructuras, empezando por aquella que niega a los agentes involucrados profesor y alumno, su ser persona, para poder convertirse en sujetos actuantes.
Porque no basta con elaborar discursos democráticos cuando la palabra nos es negada, o bien cuando se permite hablar para que no pase nada. La escuela no sólo debe permitir la participación activa de profesores y alumnos, debe exigirla como condición necesaria para su conversión consciente en personas. No se trata de que la escuela convierta a nadie, pues arribaríamos a formas sutiles de totalitarismo, sino de que la escuela propicie espacios para que cada uno asuma su transformación, y es esto lo que exige cambiar las estructuras de la escuela, pero toca a profesores y alumnos cambiarlas.
Volviendo al punto central de discusión, la transformación de la relación profesor-alumno durante el proceso enseñanza-aprendizaje, requiere ser transformada en una relación pedagógica entre profesor/persona(sujeto)-alumno/persona(sujeto), (y utilizo aquí una correspondencia entre persona/sujeto, siguiendo la línea de pensamiento de María Zambrano, planteamiento que más adelante aclararé), para dar pie a la posibilidad de aceptación del papel activo de cada quién, pero ello no supone esperar a que la institución escuela permita o dictamine que las relaciones van a cambiar, sino a que, al momento de reconocer la necesidad de la transformación, profesores y alumnos la llevan a cabo durante los momentos que cotidianamente comparten, posibilitándose mutuamente opciones; respeto por el propio saber y la propia ignorancia, reconocimiento de la creatividad que ambos manifiestan, reconocimiento de los errores que ambos cometen, en tanto la concepción del mundo desde la cual parten no puede ser totalizadora ni completa, ubicación adecuada de los intereses y anhelos que pueden o no compartir, pero que se hayan presentes al momento de trabajar conjuntamente, atreverse a depositar en el otro el compromiso formativo que exige el acto educativo.
En este último sentido, es menester reconocer que los roles tradicionalmente asignados deben cambiar, y todas las tareas que la relación pedagógica supone se asumen mutuamente; ¿cómo podemos formar a alguien en la responsabilidad si no le permitimos autoevaluarse?, ¿cómo podemos fomentar en un grupo el sentido de justicia si no participa en su auto evaluación y la evaluación de sus compañeros?, ¿por qué subvaloramos la evaluación que los alumnos hacen de los profesores?,¿si no se participa en la conformación de un programa de estudios, por qué se han de asumir con responsabilidad sus logros y resultados?.
Es alarmante enterarse que los profesores tienden a actuar represivamente contra aquellos alumnos que les han evaluado mal, o bien, que justifican los resultados de su evaluación aludiendo a la “subjetividad” de los alumnos, poniendo énfasis en el sentido peyorativo del término; “me evaluaron mal porque exigí”, ”no son capaces de evaluar objetivamente”, “no saben lo que quieren”, etc. Son expresiones comunes entre los profesores en los pasillos y espacios docentes.
Mas preocupante aún, es el hecho de referirse a los alumnos con calificativos negativos: “son unos flojos”, “no quieren leer”, “son apáticos”, “nada les interesa”.
¿Se puede ser educador partiendo de tales juicios sobre la persona con quien se pretende trabajar?. La labor educativa consiste precisamente en hacer a la persona educable. Si una persona ya lee, investiga, crea, etc. ¿para qué necesita al profesor?. No dudo que haya quien responda, “para enseñarle a profundizar”, “orientarle adecuadamente”, pero, es esa la realidad de nuestras escuelas?. No. ¡Por ello existe educación!. Más aún, ¿somos los profesores ese ideal que aspiramos que nuestros alumnos sean?
Debemos reconocer que a la educación le toca la posibilidad de crear las condiciones humanas necesarias para la constitución de sujetos.
El individuo como sujeto; retos y perspectivas.
La sociedad contemporánea, fundada en el ideal moderno, posibilitó el desarrollo de la ciencia y la tecnología a partir del endiosamiento de la Razón pero al mismo tiempo llevó al ser humano a la crisis actual de fundamentos, toda vez que no permitió o negó, la existencia de otras formas de conocimiento o saberes; se asentó la racionalidad científica como fundamento del conocimiento del mundo, de donde derivó al mismo tiempo su explotación irracional en “beneficio” del Hombre.
Hoy arribamos a un cuestionamiento de los fundamentos que posibilitaron el “progreso” de la “humanidad”, en tanto han emergido en grado sumo las contradicciones del mundo moderno; riqueza/pobreza extrema; elevada productividad/escasez de recursos; aumento de la vida del hombre/desaparición de especies; amplio desarrollo científico y tecnológico/mortandad excesiva en poblaciones pobres y falta de servicios, etc. Evidentemente no se trata de contraponer los extremos con un afán derrotista, sino de observar como el mundo moderno tiene delante de sí la necesidad de superar las contradicciones señaladas para reencontrar caminos posibles de desarrollo humano, refundando la posibilidad de la esperanza.
Por otra parte, el mundo moderno ha hecho emerger al individuo como “protagonista” de la historia, aunque pueda reconocerse en ello el surgimiento del individualismo contemporáneo. Creo conveniente, en este sentido, hacer algunas precisiones, máxime que el término individualismo tiende a generar desconfianza en aquellos para quienes la sociedad, sus intereses, deben estar por encima de los del individuo.
El proceso de individuación en el que el ser humano se ve inmerso es el resultado de múltiples condiciones históricas; crecimiento urbano, desarrollo tecnológico, múltiples manifestaciones culturales, reconocimiento del hombre como ser biológico individual, etc. Dichas condiciones tienden, en efecto a generar tendencias al aislamiento del individuo en la sociedad, pero paralelamente, a redimensionar sus propias posibilidades ante poderes cada vez más sutiles y totalitarios, como llegan a serlo el Estado, la Ley, el Mercado, cuya tendencia más manifiesta es la estandarización del hombre; todos iguales ante la ley, todos sometidos al poder del estado, que es el representante de la misma, todos iguales para el consumismo promovido por el “libre” mercado. Ello nos lleva a reconocer que el proceso de individuación no debe ser satánizado como pérdida del sentido de lo colectivo o de la solidaridad humana, sino aprender a reconocerlo como resistencia necesaria ante poderes avasalladores de la propia identidad personal, y por tanto de la dignidad humana. Analicemos esto con detalle.
A lo largo del desarrollo de la humanidad el ser humano se vió sometido a proyectos sociales ajenos a su voluntad consciente y libre, es recién con la irrupción del mundo moderno que al hombre se le exige asumir un papel en el proceso histórico; la sentencia de Kant, en este sentido, es paradigmática de lo que venimos exponiendo: “la ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. (...) Ten el valor de servirte de tu propia razón”, afirma Kant(8) de manera categórica; llamado a la liberación humana pero de manera comprometida con la sociedad que se vive, dejar de lado la comodidad que supone que otros piensen por nosotros, que actúen por nosotros, que decidan por nosotros.
Estamos pues frente a la urgente necesidad de reconocer en el hombre un papel protagónico en la historia, mismo que conlleva la participación en las decisiones que competen no sólo a su existencia personal, sino sobre todo a las que conciernen a la de la sociedad a la que pertenece, pues de ellas depende, en gran medida las posibilidades de realización personal, de ahí que reconozcamos que el hombre contemporáneo no puede eludir su ser político y su ser ético.
El ser político del hombre implica su participación en la creación de una democracia como forma ideal para lograrlo, ya que, como dice María Zambrano, el mundo moderno exige participación(9) Por otro lado el ser ético supone la asunción de la propia responsabilidad al momento de llevar a cabo las elecciones que tomemos como válidas. Conviene señalar que no aludo a la formalización de un “estado democrático”, es decir a la aceptación consensuada de ciertos criterios normativos para la convivencia social que la democracia formal presupone, sino a la necesaria participación de los sujetos en la conformación del mundo que desean, y ello implica las políticas económicas, las decisiones sobre seguridad social, etc. Es evidente que la participación del sujeto se inscribe en el espacio específico en el cual desempeña su labor, aunque presupone la creación de vías de acceso a la participación del espacio social en su conjunto.
En este sentido, la escuela puede convertirse en un espacio de participación democrática y no sólo para “enseñar” la democracia (si es que eso es posible: conviene aquí recordar el planteamiento constructivista de que nadie enseña a nadie, en tanto es el propio sujeto quien construye sus nociones y por tanto sus aprendizajes). Como bien apunta Castoriadis: “Una verdadera democracia -no una democracia como simple trámite- una sociedad autoreflexiva, y que se autoinstituye, que siempre pueda cuestionar sus instituciones y sus significaciones vive precisamente en la prueba de la mortalidad virtual de toda significación instituida. La centralidad de la educación en una sociedad democrática es indiscutible”(10). Una sociedad democrática requiere “liberar la creación de significaciones nuevas”. Y es la escuela es una institución en la cual se crean y producen permanentemente significaciones.
Lo anteriormente expresado parte de las críticas que a la democracia formal han realizado distintos autores, sobre todo Touraine, Castoriadis, Savater y Zambrano, pero además, del reconocimiento de los retos que actualmente enfrenta el hombre moderno, sin embargo no parto de la consideración ideal de la participación activa y consciente de los sujetos que habitan el espacio social sin la posibilidad de trabajar por el cumplimiento de dos condiciones básicas: educar en la democracia y la reflexión ética.
Democracia y ética; retos de la educación contemporánea.
Anteriormente señalé que, siguiendo los postulados centrales del constructivismo, no es posible enseñar a otros pues es necesario el papel activo del sujeto en la construcción de sus conocimientos: este planteamiento cuestiona radicalmente la tradición educativa, fundada en la idea del papel del profesor como el enseñante y el del alumno como el aprendiz; pero ¿es que acaso ahora arribamos a la desaparición del docente?. Evidentemente no, más bien se trata de reconocer el cambio de las estructuras que, sustentadas en los papeles tradicionalmente asumidos, posibilitaron y dieron origen a la institución escolar. No equivale al cuestionamiento de los roles que tanto profesor como alumno asumen, sino a una nueva forma de organización escolar que, reconociendo el papel activo de los sujetos, modifica lo más humano.
Explico. Es necesario romper el mito de la existencia de seres poseedores de una verdad indiscutible e incuestionable; el que sabe frente al que ignora, mito resultado del siglo de las luces, que, fundado en la creencia del”pueblo ignorante”, creó la enseñanza obligatoria para llevarlo a la luz del conocimiento, desconociendo o negando los saberes propios de ese pueblo, al tiempo que instauró, con ello, una división social ente los “letrados” y los “iletrados” definiendo a los sujetos en activos y pasivos respectivamente, en tanto los primeros poseen el saber y los segundos carecen de él, saber que se reconoce a si mismo como verdadero, negando con ello la posibilidad de otros saberes. Esta separación hoy marca diferencias radicales respecto al papel social que toca a cada uno realizar en la política, la economía, etc.
El ideal kantiano, mencionado líneas arriba, queda circunscrito a una racionalidad específica, cerrándole a la modernidad las puertas que ella misma había abierto: surge un conflicto entre una racionalidad tecnocrática y una racionalidad abierta, conflicto que penetra el espacio escolar impidiendo realizar aquello que teóricamente se plantea como su finalidad, generando lo que Morin denomina “inteligencia ciega”(11).
No es posible hablar de una sociedad democrática mientras se niegue al ser humano su posibilidad de convertirse en actor (siguiendo a Touraine) o ser persona (siguiendo a Zambrano), pues como ésta última menciona “Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona”(12). De donde se desprende que la conformación de una sociedad democrática requiere crear condiciones de vida que posibiliten la actuación de los individuos como actores o personas que asumen las decisiones que competen a su espacio cotidiano de existencia, en la medida en que con ello se construye el espacio social. Quizás convenga remitir aquí al planteamiento de Giddens en cuanto a la estructuración de la sociedad y al análisis de Michel de Certeau sobre “la invención de lo cotidiano”(13).
Pero entonces conviene aclarar la idea sobre la creación de condiciones de vida democráticas. Es menester reconocer, en primer lugar, al otro como igual, en tanto ser humano cuya palabra merece ser escuchada y comprendida, permitiéndose así el diálogo entre subjetividades: “Es mediante la relación con el otro como sujeto como el individuo cesa de ser un elemento de funcionamiento del sistema social y se vuelve creador de él mismo y productor de la sociedad”(14) Ello implica la tolerancia como valor fundante de la relación, lo que conlleva el reconocimiento de fundamentos éticos de la acción y participación humana, es decir, el reconocimiento de la propia responsabilidad en las consecuencias de nuestras acciones. Ser tolerante no supone el “soportar” al otro, sino el reconocer que existe otro que puede disentir de mi opinión o creencia y que ello es un derecho en tanto ser humano libre. Para que la sociedad pueda asumirse como democrática debe atreverse a escuchar, aceptar y reconocer las voces que disienten del proyecto impuesto, sin tener que eliminarlos, aislarlos o exterminarlos. Y el proyecto alude y toca los distintos niveles de la vida humana: social, familiar, escolar.
Como bien apunta Savater: “Lo que hace <humana> a la vida es el transcurrir en compañía de humanos, hablando con ellos, pactando y mintiendo, siendo respetado o traicionado, amado, haciendo proyectos y recordando el pasado, desafiándose, organizando juntos las cosas comunes, jugando, intercambiando símbolos”(15). Lo cual conviene recordar en nuestro trabajo diario con los alumnos, en tanto seres humanos con intereses, temores, seguridades frustraciones y anhelos, pues ello permitiría el dejar de clasificarlos y juzgarlos, para reconocer, tanto nuestras debilidades y fortalezas humanas, como reconocer el espacio escolar como lugar de encuentro entre subjetividades que dialogan desde distintos saberes sobre el mundo, la sociedad, la profesión y los conocimientos en que ellas se fundan, facilitando la reflexión crítica sobre tales fundamentos y no la aceptación dogmática de verdades emanadas de la voz autorizada del docente.
Así adquiere sentido el poema que, a manera de epígrafe, abre este ensayo, colocándonos en el terreno propiamente ético, es decir en el espacio en donde interviene la necesaria relación con el Otro.
Si hoy, siguiendo el análisis de Foucault con respecto al poder y su positividad, es decir su parte de creación y no solamente de coacción, represión o control, se presentan múltiples mecanismos de poder, en los distintos espacios en los que el hombre se desenvuelve, construyendo un sujeto específico, habría que plantearnos la pertinencia de una lucha de poderes desde el lugar del sujeto, en donde el reconocimiento de la propia dignidad del mismo, posibilite proponer formas distintas de convivencia humana, capaces de oponerse a las formas de vida que desde un lugar específico de las relaciones de poder se construyen y crean cotidianamente, en tanto que, una de las ideas generalmente difundidas es precisamente la negación a entrar en dicha lucha; se sostiene que la lucha de poderes se desarrolla en el campo político profesional y no en la cotidianidad de la vida, entendida esta como formas de hacer y pensar el espacio inmediato en el cual el ser humano se desenvuelve diariamente. En este sentido se considera que el hombre “común” no se encuentra inmerso en las luchas de poder.
Si partimos de la consideración de pensar la necesaria recuperación de la propia dignidad del ser humano tendríamos que reconocer que se requieren crear condiciones de vida dignamente humanas, lo cual no se circunscribe a la situación económica, pues trasciende la visión predominante hoy en día; de que para vivir dignamente se requiere consumir permanentemente en demasía; habría que cuestionar precisamente ésta visión del mundo, impulsada por el proyecto de modernización capitalista, y generar otra en donde se reconozca que es necesario tomar en cuenta otro tipo de factores, tal y como se plantea desde la declaración de los derechos humanos; respeto de formas de vida distintas, reconocimiento de ideologías varias, recuperación de tradiciones y costumbres diversas, defensa del medio ambiente, pero sobre todo, y quizás porque las implica a todas las precedentes, el reconocer que si yo como sujeto merezco de un mínimo de condiciones para sentir que vivo dignamente debo reconocer que el “otro que no soy yo si yo no existo” merece también, mínimamente lo mismo, de tal suerte que no arribemos a la idea de una igualdad absoluta, sino a una concepción que reconozca que es conveniente crear, para todos los seres humanos, una serie de condiciones de existencia mínimas; alimento, vivienda, vestido, etc., que le posibiliten no solamente sobrevivir.
De ello se desprende que los sujetos tengan que reconocer que se requiere luchar permanentemente por construir, desde el espacio diario, un mundo cada vez más humano, como resultado de una lucha constructiva constante. Pero si no educamos éticamente no podemos esperar que los hombres reconozcan (reconozcamos) que todos, y por su (nuestro) trabajo cotidiano, merecen (merecemos) poseer también los bienes materiales y condiciones de vida adecuadas para desarrollarnos plenamente como seres humanos. Porque no se trata de caer en posturas basadas en la dádiva o la limosna, sino en que los seres humanos aporten con su trabajo y participación en la sociedad lo necesario, para recibir a cambio salarios justos. Hay que enseñar, además, a luchar por los derechos propios, lo que significa, en última instancia, una educación ética capaz de permitir al hombre apostar por la democracia, en tanto opción libre, creando y gestionando una sociedad buena(16).
Si desde el salón de clases, y el espacio escolar en su conjunto, seguimos negando la participación real y activa de los estudiantes en la construcción de su propio proceso educativo, no podemos esperar que se sientan capaces de construir paulatinamente un mundo más humano y democrático. A ello apunta la reflexión sobre la relación entre la ética y la política pero no como conceptos a teorizar, aunque ello sea a veces necesario, sino a su práctica diaria, como lo venimos apuntando en este ensayo, en tanto la “...democracia es la cristalización política de la posibilidad ética del hombre”(17). Así, el sujeto dejará de sentirse instrumento del poder para asumirse constructor del mundo que habita.
Bibliografía
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Notas
(1) Touraine, A., Crítica de la modernidad, Temas de Hoy, Madrid, 1993, pag.251.
(2) Ibidem pag. 286.
(3) Savater, F., El valor de educar, IEESA-CEA, México, 1997, pag. 35.
(4) López, M., Fuera de ti, de mí, siempre horizonte: una sinfonía en cinco movimientos sobre el papel del docente, en: Revista Atajo, No. 56, agosto-septiembre, 1996, Plantel Golfo Centro.
(5) Savater, F., La tarea del héroe, Destino, México, 1994, pag. 245.
(6) Galeano, E., Ser como ellos ,Siglo XXI, México, 1992.
(7) López, M., El día felíz que está llegando; educación para la transición, en: Revista Utopías, Año 3, No. 5, primavera de 1996, UIA, Plantel Golfo Centro, pag. 36.
(8) Kant, Filosofía de la Ilustración, FCE, México, 1994.
(9) Zambrano, M., Persona y democracia, Siruela, Madrid, 1996.
(10) Castoriadis, C., El deterioro de occidente, en: Revista Vuelta, No. 184, marzo de 1992, México, p.p. 16-23.
(11) Morín, E., Introducción al pensamiento complejo, Gedisa, Barcelona, 1995.
(12) Zambrano, op. cit., pag. 169
(13) De Giddens se puede consultar: La constitución de la sociedad, Amorrortu, Argentina, 1995, y de Michel de Certeu, La invención de lo cotidiano, UIA; méxico, 1996.
(14) Touraine, A., op cit, pag. 291.
(15) Savater, op cit, pag. 125.
(16) Savater, F., Ética para Amador, Ariel, México, 1993.
(17) Savater, F., La tarea del héroe, Destino, México, 1994, pag.269.
Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura
Excelente aporte Mayra,adelante, a seguir visionando mejores seres humanos desde la convivencia y los valores éticos
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